Después de semanas sufriendo el confinamiento más estricto, nos encaminamos a lo que se ha venido en llamar desescalada. En este proceso, se irán recuperando, fase a fase, las diferentes actividades propias de la vida cotidiana prepandémica.
Esto no debería ser un problema siempre que las medidas que se adopten por parte de los diferentes actores, tanto públicos como privados, no se conviertan en un freno a la autonomía de las personas con diversidad funcional. Y es que, a falta de una regulación homogénea, se está imponiendo una improvisación preocupante que no tiene en cuenta las necesidades de todos.
En primer lugar, el uso de las mascarillas en espacios públicos dificulta notablemente la comunicación de las personas con déficit auditivo y puede generar problemas graves. Por suerte, en este ámbito, comienzan a usarse mascarillas transparentes que permiten seguir los movimientos labiales de la persona interlocutora pero, de hecho, éstas son bien escasas y, aunque las personas sordas puedan disponer de ellas, a día de hoy parece difícil que acaben generalizando.
En cuanto a los ciegos y personas con baja visión, se multiplican los problemas en cuanto al distanciamiento social. Para empezar, si se desea acudir a cualquier establecimiento comercial o de servicios le será muy difícil saber dónde se encuentran los guantes o las unidades de desinfección situadas a la entrada del establecimiento.
Además, con respecto a los establecimientos de alimentación, la persona con baja visión probablemente será mal vista si se acerca mucho a los alimentos para poder identificarlos o si, sin querer, se acerca demasiado a cualquier otro consumidor.
De hecho, para las personas ciegas y con baja visión puede llegar a ser un problema el hecho de mantener la distancia de seguridad con otras personas, especialmente en espacios como el transporte público. En estos casos, no se puede esperar responsabilidad por parte de los otros usuarios que, a menudo, seguirán como hasta ahora pendientes de sus pantallas y cuando alguien se acerque demasiado a ellos todavía se enoja. Un ejemplo claro son los encaminamientos, que a menudo son ocupados de forma descuidada por otros usuarios que, muchas veces, ni siquiera conocen su sentido.
Por ello, hay que fomentar el uso de marcas de separación de distancia en formato podotáctil y llevar a cabo campañas de sensibilización relativas a la distancia de seguridad hacia las personas con diversidad funcional, que tenga en cuenta el correcto uso de los encaminamientos.
Por otra parte, las personas ciegas sufren un mayor riesgo ya que, de hecho, tienden a tocar más elementos de la vía pública, ya sean planos, botoneras o barandillas.
Las barandillas también se convierten en un problema para personas con movilidad reducida que también necesitan emplearlas, corriendo riesgos biosanitarios.
Con respecto a este col • lectivo, también hay que velar por que las unidades Higienizador y los dispensadores de guantes estén a una altura accesible. Además, será necesario que se habiliten mecanismos para la desinfección de las sillas y de los bastones.
Finalmente, no podemos olvidarnos tampoco de las personas con discapacidad cognitiva, que necesariamente deben contar con herramientas que los ayuden a entender las medidas a adoptar en cada caso, contando así con herramientas como la lectura fácil.
Todo esto no se debe dejar en manos de la iniciativa privada sino que los poderes públicos deberían establecer, para cada ámbito sectorial, una serie de medidas consensuadas con las entidades de personas con diversidad funcional para garantizar que en esta nueva etapa la bioseguridad no deje atrás derechos fundamentales consolidados en nuestra sociedad como la no discriminación por razón de condición física, psíquica o sensorial.
Joan Miquel Roig Mestre,
coordinador de defensa de derechos.